El acontecimiento geopolítico más relevante de este mes de marzo para el
Japón ha sido la amenaza de ataque militar por parte de Corea del Norte, que
resultó de
maniobras de la fuerza aérea estadounidense sobre cielos surcoreanos. Dichos
ejercicios fueron interpretados por autoridades norcoreanas como una provocación y un ensayo para una eventual invasión a su territorio.
La expresión de violencia militar, política y diplomática fue dirigida específicamente a las bases militares
estadounidenses en Japón y Guam, argumentando que es de bases en estos
lugares de donde despegaron los bombarderos utilizados en los vuelos de
entrenamiento.
La notoria agresividad del régimen norcoreano se ha visto exacerbada
en días
recientes por las sanciones impuestas por Naciones Unidas el mes pasado en
respuesta a la tercera prueba nuclear realizada por Norcorea en el mismo mes de
febrero. Adicionalmente, la Comisión de Derechos Humanos de Naciones Unidas ha aprobado la
semana pasada la creación de una comisión para investigar supuestos abusos de
derechos humanos en Corea del Norte.
Es destacable, en esta oportunidad, el
aumento de tensiones en la región del Lejano Oriente o Asia del Este, concretamente
entre Japón,
China, Corea del Sur y Corea del Norte. Los últimos seis meses han sido de un ruidoso
incremento del discurso hostil, desde el verano anterior en que se agitaron las
aguas por disputas territoriales entre Japón, por una parte, y China y Corea del
Sur, respectivamente, así como la reciente detonación nuclear norcoreana y esta última manifestación ofensiva de amenaza de ataque militar.
Para una democracia desmilitarizada como
la costarricense, este escenario geopolítico es inaudito y deplorable. Mientras
nuestro país
avanza una agenda de prosperidad basada en el desarme, la sostenibilidad y la
creación de
valor socioeconómico y
ambiental a través de la
implementación
exitosa de los derechos humanos, en pleno Siglo XXI el este asiático pareciera estar reviviendo el
teatro vivido durante inicios del siglo pasado y la consecuente guerra mundial
que vio, en esta zona geográfica, una de sus manifestaciones más cruentas y violentas.
Es menester mantener la firmeza de la
posición histórica costarricense basada en intereses y principios que promueven
la convivencia pacífica entre naciones y estados y expresarse con vehemencia
ante manifestaciones belicistas que, de ninguna manera, ofrecen ni proponen
opciones para la creación de valor en torno a medios pacíficos.
Se debe considerar, además, la
posibilidad de que la autoridad moral de Costa Rica pudiera aportar mejores
prácticas para la transformación de estos conflictos que son, por ahora,
fácilmente desescalables en términos de los costos en los que se debe incurrir
para obtener los beneficios que traería otro tipo de entendimiento entre las
partes.
Más allá de lo específicamente local del
conflicto y lo que pudiera afectar a los actores directos, la alteración de la
armonía en las relaciones internacionales significa una pérdida para toda la
comunidad global en el sentido de seguridad y en las expectativas de
prosperidad que se procuran a nivel doméstico en todos los rincones del mundo.
Ello sin entrar a considerar el impacto económico que tendría un incremento en
la belicosidad en las semanas y meses siguientes, en tiempos de cadenas
globales de valor que integran industrias enteras vinculadas prácticamente a
toda región del orbe.
Por lo expuesto, el liderazgo de Costa
Rica, si bien tan solo indicando lo que no anda bien y cómo reenfocarlo hacia
la paz, podría resultar un instrumento innovador en lo que algunos sugieren son
los albores de la Guerra Fría del Siglo XXI.