Tuesday, August 06, 2013

Hiroshima: 68 años de paz

Para quienes amamos la paz y laboramos para forjarla, estar en Hiroshima en la ceremonia oficial de conmemoración de la detonación de la bomba atómica es un raro honor que obliga a reflexionar profundamente y compartir las lecciones que este evento nos recuerda año a año. 

La guerra ya había sido lo suficientemente cruenta. ¿Cuál guerra no lo es? Había pobreza por doquier, desesperanza sobre el sombrío porvenir y aún continuaba el combate. La noche antes sonaron sirenas de amenaza de bombardeo durante toda la noche, atemorizando a la ciudad entera de 400.000 personas. Hiroshima era de las pocas ciudades japonesas que no había sido bombardeada todavía. Sin embargo, la noche transcurrió sin incidentes y al amanecer se silenciaron las sirenas. Debe haber sido un silencio ominoso. 

A las 8:15 de la mañana, cuando la gente intentaba nuevamente acceder a la normalidad de un estado de guerra que ya se prolongaba en Japón por demasiados años, cuatro aviones bombarderos sobrevolaron la ciudad y uno de ellos liberó la que sería la primera bomba atómica sobre un territorio habitado por seres humanos. 

La bomba detonó a 600 metros sobre el suelo. Su efecto causó un domo de fuego que calcinó a la ciudad en un radio de dos kilómetros del hipocentro, con temperaturas de hasta 4000 grados centígrados. Todo en ese radio fue evaporado o reducido a cenizas en dos segundos. Una gran luz, un gran retumbo, seguidos de una oscuridad como si fuera de noche y de un silencio sepulcral, literalmente. 

Los sobrevivientes quedaron inmersos en la vasta confusión de quien no sabe qué sucedió con todo aquello. Quemados hasta los huesos, muchos murieron implorando por agua al anochecer. Otros batallaron hasta fallecer días o meses después. Para diciembre de aquel 1945, 140.000 habitantes de esta ciudad habrían fallecido como consecuencia directa de la explosión atómica. 

Las secuelas que dejó la bomba se sienten hasta la fecha. Miles de niños huérfanos, decenas de miles con enfermedades desconocidas producto de la radiación que fueron denominadas "enfermedades de la bomba atómica", y la inmensa mayoría, víctimas de la discriminación de otros por temor a estar contaminados con radioactividad. 

Han pasado casi dos generaciones y el recuerdo de aquel día todavía refleja lo absurda que es la guerra. Hombres trabajan intensamente para que mujeres y niños, inocentes e indefensos, sufran y mueran. Así se mide el "progreso" de la campaña. Se consumen todos los recursos disponibles, sobre todo las mejores mentes y manos de los mejores jóvenes, para seguir disparando, atacando, invadiendo, anotándose triunfos pírricos. Preguntarse quién gana una guerra es como preguntarse quién gana un terremoto o un huracán. 

En la ceremonia oficial de hoy, hubo primero una ofrenda de agua para las víctimas que aquel día murieron de sed, quemados por dentro y por fuera. Cinco pájaros negros, cuales invitados lúgubres, sobrevolaron el cenotafio en honor a las víctimas al son de una música fúnebre, solemne y estremecedora. 

Según relatara anoche el señor Keijiro Matsushima, sobreviviente de la bomba atómica que tenía 16 años aquel día, el accidente nuclear de 2011 en Fukushima equivalió a una tercera bomba atómica para Japón, sobre todo para los miles de habitantes de la localidad que han sido desplazados  permanentemente de sus tierras, de sus casas, de sus comunidades. "No estábamos preparados para el uso de la energía nuclear, aún con fines pacíficos", relató.

Por ello la energía atómica, empleada para bien o para mal, reitera el absurdo de su poder destructivo. Que haya países que aún intenten desarrollar esas tecnologías o compartirlas con otros, o los que comercien la materia prima y material radioactivo para la generación de esta fuente de energía es, además de una vergüenza para la civilización, una amenaza constante que se cierne sobre la humanidad y que atenta contra toda la vida en el planeta. 

Este es mi sesgo en parte por ser un activista de la paz, en parte por ser un ciudadano de la desmilitarizada República de Costa Rica. Se requiere mucha valentía para abolir un ejército militar como lo hizo mi país 65 años atrás. Sugiero que se requiere igual valentía para abolir y erradicar de la faz de la Tierra las armas y la energía nuclear. De esa valentía deben estar dotados nuestros líderes y gobernantes. 

Hago eco de las palabras que dejó inscritas para siempre en el Museo de la Bomba Atómica aquí en Hiroshima, el 6 de octubre de 1990, el Dr. Óscar Arias Sánchez, Premio Nóbel de la Paz: 

"Que las imágenes de este museo se graben en las mentes de los hombres y mujeres del mundo para que nunca más se repita una tragedia semejante. Porque la paz no tiene fronteras, por conseguirla debe trabajar la humanidad entera."



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